El
20 de noviembre de hace cincuenta años murió Francisco Franco Bahamonde
(Ferrol, Galicia, 1892-Madrid, 1975). Como sabemos, el dictador, apodado con el
superlativo de Generalísimo, había hecho de las despóticas suyas desde el fin
de la Guerra Civil española, es decir, desde 1939 hasta el mismo instante de su
muerte. En ese prolongado lapso de su historia, España vivió aplastada por la
bota del tirano, quien no desperdició ni un minuto para dar muestras de
crueldad amparado en la sacrosanta bandera del nacionalcatolicismo. Secuestro,
tortura, muerte, desaparición, despojo de propiedades, pésima calidad
de vida, industricidio, censura y oscurantismo mental se convirtieron en el
menú de la España franquista. La muerte del tirano fue una noticia celebrada en
todo el mundo y dio inicio, no sin traumas, a lo que allá denominaron
“transición”, un proceso que para empezar no tocó ni con el pétalo de una celda
a ninguno de los represores.
Como
las revoluciones francesa, mexicana y cubana, o los golpes en Chile y Argentina, el tema de la Guerra Civil es el Tema de España
hasta nuestros días. Cientos de libros y miles de artículos llenan páginas y
más páginas de referencias, y no es para menos si tomamos en consideración el
cúmulo de horrores que el franquismo prohijó en tan dilatado lapso. Muchos de
los profesionales de la escritura han sumado allá, por ello, estudios para
documentar/explicar lo que ocurrió durante el medievo español del siglo XX.
Yo
tenía once años cuando Franco emprendió su camino hacia el infierno. Era muy
pequeño y España quedaba a años luz de mis intereses, pero el solo hecho de ver
aquel apellido en los encabezados de los dos diarios locales me despertó una
incipiente curiosidad. Pasados los años, España no se convirtió en centro de mi
atención, pero debido a su literatura me atraía lo suficiente como para tender
la mirada a su ser político e histórico, tanto que hoy, por ejemplo, con alguna
frecuencia sigo los debates en la Cámara de los Diputados, tan intensos como
los mexicanos aunque con mejor calidad discursiva.
Las entradas más frecuentes para acceder al tema del franquismo son, claro, las atañederas a lo político-militar, la mayoría. Tuve la suerte de encontrar, en una librería de viejo lagunera, un libro que leí hace como diez años y por su calidad he releído para alimentar este breve apunte. Se trata de La vida amorosa en tiempos de Franco (Temas de hoy, Madrid, 1996, 180 pp.), de Rafael Torres (Madrid, 1955), quien es periodista y escritor (o “escritor de periódicos”, como gusta definirse). Ha publicado numerosos libros de poesía, narrativa e historia, varios de ellos vinculados al tema de la Guerra Civil y su luenga secuela, como Ese cadáver, 1931: biografía de un año, Desaparecidos en la guerra de España (1936-?) y Los esclavos de Franco.
Acabar
con la vida y desaparecer a miles de personas fue el terror extremo en el
régimen encabezado por Franco, pero no el único que administraron sus soldados
durante cuatro décadas. Para sostenerse fue creado un sistema de opresión en
todos los ámbitos de la realidad, incluso en sus pliegues más íntimos, como la
vida amorosa. Aunque ahora nos parezca una exageración, el gobierno emanado de
la Guerra Civil decidió modelar la vida de los españoles a yunque y martillo:
quien no se plegara a los designios del general gallego, se ponía con facilidad
en la mira de un pelotón de fusilamiento, sin metáfora. Rafael Torres documenta
y analiza los métodos de disciplinamiento blandidos por el franquismo para
forjar ciudadanos con hormonas dóciles y familias apegadas a una matriz
(también sin metáfora) católica, apostólica, romana y sólo disponible para la
procreación, jamás para el juego y la libertad de los impulsos sexuales.
La vida amorosa en
tiempos de Franco
es entonces muestra de lo asfixiante que fue vivir en aquella época y en aquel
lugar: además del pánico propiciado por la sola idea de ser pescado como
sospechoso de “rojo” y terminar en una de las decenas de fosas comunes abiertas
por los mandos castrenses, los españoles se las vieron a diario con el
cercenamiento ubicuo de todo lo que pudiera vincularse con su sexualidad. Con
prosa espléndida, Torres expone los detalles de la fiscalización en ocho
capítulos. Advertimos en ellos que el Big
Brother operó a dos bandas: vigilaba perrunamente los actos de la población, y para prevenir que ocurrieran irregularidades establecieron directivas
concernientes a lo civil, lo educativo y lo religioso, reglas tan estrictas que
hacían casi imposible la paz del alma metida en cuerpos aherrojados.
Una
moral de monasterio se impuso a la sociedad, con las consecuencias para la vida
que esto tiene en quienes no desean vestir hábitos ni hacer votos. Todo era
prohibición, norma, límite, vigilancia, potencial castigo. Lo sufrieron todos,
pero es obvio que el machismo del nacionalcatolicismo cargó la mano a las
mujeres y a quienes tenían una condición distinta a la heterosexual, quienes ni
en sueños podían imaginar el ejercicio libre de su sexualidad. España se
protegía así ante un mundo erizado de acechanzas: “La nueva moral, la dictada
por los reaccionarios sacerdotes y funcionarios de doble vida, establecía esa
premisa inalterable: lo español era lo puro, lo decente, lo casto, lo virginal,
lo grato a los ojos de la Providencia, en tanto que la desenvoltura, la
expresión de los afectos, la curiosidad sentimental o sexual, el divorcio o el
propio deseo eran torpedos colocados en la misma línea de flotación de España”,
señala Torres.
Más
adelante, recuerda que en la historia española había una deuda en lo carnal, deuda que
se incrementó a cotas vesánicas con el régimen impuesto por el dictador y sus
esbirros: “En lo relativo a la sexualidad, el español siempre anduvo con
hambre, pero durante el franquismo, más. A lo largo de ese infausto y dilatado
periodo, el español hizo, más o menos, menos que más, lo que pudo, lo que le
dejaban, lo que estaba al alcance de su tradicional rusticidad al respecto,
pero nunca como durante el régimen de Franco se le convenció de que sus más
secretos deseos, sus ilusiones, sus ensoñaciones amorosas más íntimas eran una
perfecta porquería. Y pecado. Y pecado antiespañol, para ser más exactos”.
La
consecuencia más saliente de un sistema así de represivo en un planeta que no
establecía ya las trabas españolas, fue la infelicidad, a veces la destrucción
de la vida en vida. Para los hombres, claro, hubo escapes rápidos y venales,
pero las mujeres eran condenadas a una relación casi de asco con su propio
cuerpo: “Los recién casados nada sabían del sexo. Él, en todo caso, del que le
expendían exento, unidireccional y rápido, las meretrices; pero ella, nada,
ella se enfrentaba a esa primera noche virgen de todo, particularmente de
conocimientos. A menudo, el dolor producido por una desfloración poco dulce y
poco diestra dejaba en la novia, que ya no era novia, una desagradable
impresión que tardaba años en disiparse”.
A la cacería de opositores, a los campos de concentración, al trabajo esclavo, a la tortura, el fusilamiento y la desaparición de miles de cuerpos no era poco añadir la desdicha sexual de quienes no eran sospechosos de ideas políticas anarquistas o comunistas, sino simples españoles poseedores de cuerpos que el franquismo no quiso dejar librados al capricho de sus libidos, y los domesticó o los quiso domesticar como lo que fue y documenta Torres: una dictadura de ultraderecha que gritó “¡Viva la muerte!” en todos los sentidos, no sólo en el escupido por José Millán-Astray, uno de los generales adictos a Francisco Franco, el Generalísimo cuyo régimen no conoció, ni antes ni todavía, algún castigo.













