sábado, mayo 17, 2025

Wako en tiempo real

 












Los documentales son una manera de acercarse al pasado propio y ajeno. Vi recién en Netflix el (muy bien) titulado en español Wako: el apocalipsis texano (Tiller Russell, 2023), y quedé sorprendido por todo lo que recordaba de aquel hecho pero más por todo lo que se me había evaporado de la memoria. Mientras pasaban los capítulos de la miniserie pendulé de lo que veía en la pantalla al recuerdo de los días en los que comentaba el suceso con mis compañeros de la revista Brecha. Más de treinta años después, sentado frente al televisor en la comodidad de mi sala, las horrendas imágenes de Wako, Texas, me trajeron a la mente las gratas imágenes de aquel tiempo querido en el que yo, sin saberlo, era joven y feliz aunque me esforzaba por parecer viejo y desdichado debido a la absurda creencia de que eso le calzaba mejor a la condición de escritor que ya asumía.

Para no reborujarme en estos párrafos, primero doy cuenta de aquel momento, lo que recordé al ver el documental. Era 1993, y estaba por concluir el sexenio gandalla de Salinas de Gortari. No faltaba mucho pues para que reventara la burbuja de su supuesto buen gobierno, tal vez el paso más sólido de nuestro país en su adhesión al neoliberalismo, palabra que en aquel tiempo cundió en todos los discursos políticos y académicos, como la plaga que era. Se hacían realidad las recetas del Consenso de Washington que en México se materializaron con una oleada de opacas privatizaciones y la cocción del TLC que entraría en vigor a partir del año siguiente.

Aunque el gobierno de Salinas se afanaba por subrayar que vivíamos el estallido del progreso en nuestro país, lo que estalló fue otra realidad: el EZLN abrió el 94 con su levantamiento, al que le siguieron las turbulencias por los asesinatos contra Colosio y Ruiz Massieu que terminaron en la elección por descarte del redivivo Zedillo, ahora recién elevado a la categoría de prócer del 68.

Eran tiempos políticos harto viscosos, y en la redacción de la revista nos reuníamos para comentarlos no sin algún gesto de inquietud, pues parecía que todo se pudría ante nuestros ojos. Mis principales interlocutores eran Óscar Fernández y Jaime Arellano, pero se sumaba quien anduviera por allí. Sin saberlo en ese momento, aquella fue mi mejor universidad, pues en ese espacio aprendí a los empujones —por mero instinto de supervivencia— a revisar, editar, diseñar, coordinar y por supuesto a escribir artículos, entrevistas, reseñas y columnas, todo lo que se necesitaba para tapizar las páginas con algo que intentaba satisfacer al lector.

En ese caldo ocurrió lo de Wako que ilustra el susodicho documental de Netflix. Lo vivimos, como todo el mundo, en tiempo real, con escenas diarias de las cadenas norteamericanas. Como sabemos, el 28 de febrero de 1993 la sede de una secta, los davidianos, ubicada en un tal Monte Carmelo, fue visitada por autoridades con una orden de allanamiento debido a la presunta posesión de armas ilegales. El operativo fue torpe, bravucón a la manera represiva gringa, y fue recibido a balazos por los miembros de la secta. De inmediato se supo en todo el planeta que era comandada por David Koresh, seudónimo de Vernon Wayne Howell, quien a la usanza de todos los iluminados de su índole se creía un elegido del altísimo. Lamentablemente, para sus adictos sí lo era, así que lo seguían como los patitos a su madre.

Ya en el primer encontronazo hubo muertos de ambos bandos, y lo que siguió fue un estira/afloja entre los davidianos contra el FBI y otras fuerzas del Estado norteamericano. Koresh se ponía al teléfono con los negociadores, pero no cedía. El cerco armado afuera de la edificación duró 51 días, y además de francotiradores se habían dispuesto tanques de guerra y, más al margen, un enjambre mediático.

Al ver el documental me hice de una conclusión que jamás había pensado: que Koresh nunca se entregaría, que en su locura fundamentalista estaba dispuesto a lo que en efecto terminó siendo el desenlace: la inmolación de toda la comunidad de fanáticos, que incluía niños y no excluía, obvio, al redentor Koresh. En los días del asedio habían liberado a muchos pequeños y a varias mujeres, pero dentro del Monte Carmelo murieron más de setenta personas devoradas por el fuego que ellas mismas provocaron, según creo, aunque también muchos culparon de tal clímax a las autoridades. Esto sucedió el 19 de abril de 1993, día en el que todo quedó reducido a escombros y cenizas davidianas. El documental de Netflix está dividido en tres capítulos: “En el principio”, “Hijos de dios” y “Fuego”, así que además de ser bueno, es breve.

Un hecho importante y final: entre quienes se aproximaron al cerco numantino contra la secta estaba Timothy McVeigh, simpatizante de los davidianos que dos años después, el 19 de abril de 1995, perpetró el atentado terrorista en la ciudad de Oklahoma. Fue su venganza por lo ocurrido en Wako. Lo despacharon mediante una inyección letal hacia 2001.

miércoles, mayo 14, 2025

Adiós a la noche









En uno de sus varios consejos al joven novelista, Leonardo Padura comparte la necesidad de tener buena condición física. Es una recomendación que puede parecer extraña, incluso fuera de lugar y ciertamente incomprensible para quienes no escriben. ¿Buena condición física para escribir?, se preguntarán, y de inmediato aparecerá en sus cabezas la imagen de un escritor en el acto de escribir, es decir, sentadote frente a una computadora. La conclusión entonces será inmediata: es una actividad sedentaria, lo que menos necesita es buena condición física.

No es por nada, pero cuando la escuché de Padura creo que no me sorprendió. Acepté sin chistar que el cubano tenía razón: un escritor necesita fortaleza corporal para desempeñar su chamba. Obviamente no se refirió a la escritura esporádica, sino a la que implica esfuerzos intensos y continuos, como el de urdir una novela o un ensayo ambiciosos. En estos casos, la postura del cuerpo y el desgaste mental tienen un raro efecto de fatiga, una sensación de merma similar a la que deja haber corrido, pero sin sudor.

En una de sus muchísimas páginas, Enrique Serna comenta que “Entre los 25 y los 30 años uno puede ser un lector apasionado y un escritor exigente consigo mismo, sin renunciar a emborracharse dos o tres veces por semana; después la vida nos obliga a elegir entre la caída en picada o la disciplina. Para bien o para mal, yo elegí la mesura epicúrea, pero siempre sentiré nostalgia por el dulce vértigo de esos años eufóricos en los que me creía invulnerable”. En efecto, hay una etapa de la vida literaria en la que se puede, como en la vida no literaria, combinar el trabajo con los excesos. Lamentablemente, es efímera, pues pronto el cuerpo avisa que las desveladas y la fortaleza del siguiente día son incompatibles, y es allí cuando uno, como anota Serna, debe elegir.

Entre los treinta o treinta y cinco vi el parteaguas. Nunca me sentí notablemente apto para las juergas del mundillo literario, pero participé de ellas con frecuencia y gusto. Pero pasó que recibí los avisos: el cuerpo ya no se recuperaba igual, y poco a poco evolucioné hacia la negación de cualquier desvelada, incluidas las que se pueden tener en casa. A esto añadí una cuota diaria de ejercicio al menos ligero y buena alimentación. Esto no garantiza escribir más ni mejor, pero al menos permite que uno opte por sentarse y no por terminar noqueado, horizontal, sobre la cama. En algo ayuda la buena condición al ejercicio de escribir.

miércoles, mayo 07, 2025

Los anticuerpos de siempre













Enrique Macías recién me ha compartido un artículo que en efecto aguijó mi interés. En él, Arturo Pérez-Reverte despotrica contra las editoriales y los autores que en asociación ilícita revientan el mercado con libros sin mérito alguno. El alegato es general, abierto, casi para que cualquier empresa productora de libros se sienta parte del problema. Es difícil, imposible más bien, no coincidir con el escritor español, aunque el riesgo de abrir tanto el abanico es que en él quepan libros como los del mismo crítico: novelas y sagas diseñadas para el éxito de ventas, que al parecer es el único éxito que hoy importa.

Afirma el padre del capitán Alatriste: “Dense una vuelta por las mesas de novedades y comprobarán que lo de Jeosm [un fotógrafo amigo suyo que fue invitado a escribir una novela de lo que sea con tal de venderla] no es anécdota suelta, sino indicio de una estrategia editorial sin escrúpulos que como una mancha infame envilece lo que aún llamamos literatura. Cada año, cada mes, cada semana, una cantidad enorme de novelas aparece en librerías, plataformas digitales y redes sociales. Algunos de sus autores son mediocres o innecesarios, publicados por sus editores a ver si suena la flauta”.

¿No es este fenómeno similar al que se da en todas las artes? ¿Acaso no sobreabundan las propuestas de todos los pelajes? ¿Es posible frenar la avalancha de objetos culturales cuya única razón de ser es el propósito de lucro? Más adelante, observa: “No hay presentador de televisión, youtuber, influencer o famoso que, por iniciativa propia o inducida, en sus ratos libres, que por lo visto son muchos, no pruebe suerte con la tecla”. Particularizar, decir que los youtubers y los influencers son quienes infestan el mercado del libro es casi improcedente, pues en realidad el tumulto de los que hoy producen libros no se restringe a un tipo específico de persona. Es más fácil decir “cualquiera”, o al menos “cualquier famoso”.

Tampoco es un mal sólo atañedero a la literatura, al libro. Hoy, tras el boom de la comunicación digital, cualquiera que tenga un celular y una cuenta de red social puede ser actor, cantante, fotógrafo, estrella porno, politólogo, orientador vocacional, conferencista, científico, mago, cómico, chef... Un poco de fama previa y algo de suerte pueden facilitar cierto éxito, como pasa con los exfutbolistas que ahora se han autohabilitado de entrevistadores en streaming o perpetradores de tik toks.

En este mundo revuelto nos movemos ahora: el de los “creadores de contenido” que se reproducen como chancros. Lo que debemos invocar no es que desaparezcan equis o zeta productos, aspiración hoy imposible de satisfacer, sino alentar en los consumidores la procura de un cedazo con la cuadrícula más cerrada; es decir, lo de siempre. Quien lo logre al final terminará encontrando que lo bueno, lo meritorio, lo atendible, es lo mismo que ya había antes de que fuera tan fácil la multiplicación/exhibición de la estupidez. 

sábado, mayo 03, 2025

Manos y palabras

 












En un post facebookero afirmé hace poco que el algoritmo, ese recurso diabólico inventado para que caigamos en la adicción de las redes, me suministraba videos de trabajadores hindús cuyo manejo artesanal del metal, la madera, el papel y otros materiales me parecía extraordinario. Los talleres en los que operan suelen ser rústicos, y quienes allí se desempeñan, sean pocos o muchos, siguen una línea de producción perfecta sin perder el aire artesanal que tienen sus labores.

De vez en cuando entonces el algoritmo no es tan vacuo y localiza información que nos lleva a conocer aspectos valiosos de la vida, como ver la importancia del trabajo, la mayor parte de las veces, por no decir siempre, muy mal pagado. En esos documentos audiovisuales se puede apreciar la división de tareas, la especialización: en lugar de que un trabajador desarrolle todo el producto, varios se encargan de cada parte del proceso y agilizan su terminación. La destreza que así obtienen es pasmosa, alelante para quienes no tenemos aquellas habilidades.

Debido a mi gusto por ver documentales relacionados con el trabajo artesanal, no tan infrecuentemente el apiadado algoritmo me ha puesto frente a una cuenta de videos cortos que reproduce reportajes algo viejos, como de los noventa, con actividades laborales desarrolladas en el campo de España. Son videos sencillos, sin una producción lujosa. En sentido estricto, se trata del emplazamiento de una cámara frente a trabajadores y trabajadoras de la provincia española, a lo que se suma la voz de un locutor muy bien timbrado, sobrio, que lee en voz alta con bienvenida pulcritud. Los reportajes son de una belleza admirable porque en ellos podemos observar la creatividad que el entorno y la tradición forjan en el ser humano. Los videos se refieren a España, insisto, pero es dable pensar que en cualquier lugar del mundo todavía quedan vestigios del trabajo que está al margen de la producción industrial, fría y despersonalizada.

Lo que más destaco de los reportajes que aquí comento es el acompañamiento verbal del locutor. El guion suma todos los pasos del procedimiento, y lo hace con el mejor y más claro español que uno puede apetecer. Supongo que quienes tienen el hábito de leer y de paso amar la lengua que nos cupo en suerte, habrán de disfrutar mejor estas pequeñas cápsulas etnográficas. En cada una se nos expone la elaboración de algún producto desde el comienzo hasta que queda listo para su uso o consumo. En el camino, quienes vemos los trajines del trabajador vamos escuchando, gracias al narrador que ya mencioné, la descripción de las faenas. Por esto conocemos el argot de cada oficio, los sustantivos que designan cada herramienta y los verbos asignados a cada operación, de modo que allí nos damos cabal cuenta de la inmensidad de nuestro idioma, un idioma que en riqueza y plasticidad no le pide nada a ninguno de los que en el mundo hay.

Los trabajadores que aparecen en los reportajes son numerosos. Menciono a los que elaboran churros, pan casero, cerámica, abarcas (especie de sandalia), tinas de madera, muros de piedra, producción de resina, juguetes, cucharas de madera, navajas, horcas (tenedor grande para recoger paja), cosecha de piñones, fundición de campanas y muchos otros, cada uno con sus tareas y su diccionario especializados.

La cuenta donde podemos encontrar esta maravilla aparece en Facebook como Eugenio Monesma Documentales (Productor y director de documentales etnográficos sobre cultura, costumbres y oficios del mundo rural). Es un verdadero tesoro de imágenes y palabras sobre el trabajo y los dones que nos deja.

miércoles, abril 30, 2025

Por qué algunos poemas

 








Quizá el único espacio que me queda como lector hedónico es el de la poesía. Todo lo demás, así sea placentero, tiene algo de utilitario, de pragmático: los cuentos para escribir cuentos, las novelas para aprender a escribir novelas, los ensayos para aprender a observar mejor tal o cual asunto, los artículos y las columnas para obtener información. Esto es aproximadamente así, supongo, para quien escribe: que en todo o casi todo lo que lee hay un tufillo a búsqueda de dividendos que van más allá del mero gusto.

La poesía, digo, no presupone en mi caso una necesidad de nada, salvo la de obtener el mayor placer estético posible. Creo incluso que esto debe ser así, aunque también debo suponer que los poetas leen poesía para hacerse de herramientas que les puedan ser útiles a la hora de escribir. Como mi aspiración al leer poesía es casi virginal, leo poemas para encontrar semejanzas con mi propia experiencia de ser humano. En otras palabras, cuando cruzo un poema me agrada hallar en él la sencillez de una vivencia que me roce, un eco de mi propia circunstancia, la sensación de que yo ya lo había intuido y por ello debí escribirlo.

Esto se me ocurrió pensar a propósito de Islas a la deriva (Siglo XXI, México, 1976), libro de José Emilio Pacheco. Como siempre, el azar me deparó algunas piezas que de inmediato establecieron un nexo con mi experiencia. Doy sólo un ejemplo: este poema me trajo a la memoria un viejo recuerdo, aquel en el que me juré jamás sentir aburrimiento ante un juguete amado. Como se lee: de niño me juré no abandonar nunca un juguete. Me lo había comprado mi padre como regalo para la navidad de 1971. Lo usé y lo guardé a diario durante meses, siempre azorado por su funcionamiento y los detalles de su diseño. No sé cuándo ni dónde lo abandoné. El título del poema de JEP es “Los juguetes”, y es breve: “Cuando la infancia pasa / los juguetes se vuelven tristes / Una melancolía sorda aparece / en sus desgarradores ojos de vidrio // Sienten su muerte / Saben que los espera en un desván / su infinito destierro de cadáveres / y con ellos han muerto para siempre / los días del niño // Oso conejo ardilla de un bosque antiguo / hecho ceniza / Ni ahora ni nunca volverán a los brazos / que acompañaron”.

¿Por qué algunos poemas? Porque son, quizá, un espejo de la memoria.

sábado, abril 26, 2025

Élmer insiste
















Tenía tiempo, como ocho años, sin compartir un relato. Este data de hace poco más de diez años, es inédito y aborda oblicuamente el tema de la capacitación zombi. Su título es "Élmer insiste":

No había vuelto a verlo. Aquella tarde llegó cuando todos los prospectos ya estábamos allí, listos para escuchar a la instructora de impecable uniforme institucional. El chico tenía como veinte años, una camisa a cuadros de franela vieja y una horrible cachucha de Élmer el de las caricaturas, aquel pelón que perseguía, escopeta en mano, al Pato Lucas y a Bugs Bunny. Bien visto, el joven que se integró a la mesa era una especie de Élmer precoz, un personaje que sólo podría llamar la atención por su total falta de atributos. El caso es que llegó tarde y la instructora le dijo que se sentara al lado mío. Éramos ocho los aspirantes y de antemano nos dijeron que sólo había margen para dos contrataciones, así que no abrigué muchas esperanzas.

Formábamos un círculo. La instructora, en la cabecera de la mesa, traía un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una de esas tablas de broche que usan los entrenadores para tomar notas en el aire. Dio una explicación de entrada, nos felicitó por aspirar a los puestos de trabajo y de antemano nos agradeció a nombre de la compañía líder en la venta de hamburguesas. Luego comenzó la dinámica. Por suerte, lo hizo desde el lado opuesto al sitio que me tocó en la mesa, así que yo sería el último en participar.
La dinámica consistía en hablar sobre lo que cada uno opinaba sobre uno mismo y sobre asuntos vinculados al trabajo en equipo y la atención al cliente. Me sorprendió que desde la primera aspirante no hubiera titubeos, que todas y todos hablaran con tanto entusiasmo sobre sí mismos y sobre su comportamiento como trabajadores en caso de que los seleccionaran. Escuché frases impensables en otra situación: “Soy superalivianada, me encanta trabajar en equipo y siempre trato de ayudar”. “Creo que soy muy responsable, aseado, puntual, trabajador y colaborador”. “Me gusta superarme, jamás he caído en el ocio y me fascinan los retos, por eso quiero trabajar aquí”. Al oír eso, sentí la obligación de superarlos. Yo tenía la ventaja de ocupar el último turno, así que pensé muy bien en mi autodefinición.

Lo que nadie esperaba era la rara participación de Élmer. Yo había notado que durante todas las exposiciones jamás miró a los aspirantes. Mantuvo la barbilla clavada en su pecho, se veía fijamente las nerviosas manos y con frecuencia volvía al tic de reacomodarse la gorra con un jaloncito en la visera. La instructora lo interrogó.

—Es tu turno, preséntate y dinos cómo eres.

Élmer, sin levantar la cabeza, habló como para nadie.

—Me llamo Octavio. Creo que no me gusta convivir y jamás he querido trabajar en nada. La gente me desagrada así como yo le desagrado a la gente, y no tengo ningún deseo de cambiar. No puedo ocultar además que odio la comida rápida. También odio competir…

Todos quedamos mudos, noqueados ante tamaña exposición. Luego de unos segundos de desconcierto, la instructora pudo articular una pregunta estúpida.

—¿Entonces no quieres trabajar aquí?

—No, sería repugnante trabajar aquí. Siento lástima por todos ustedes.

Dicho esto, empujó la silla hacia atrás y lo vimos salir del restaurante a paso lento. No sé qué pensaron los demás, pero en silencio le di la razón. Cuando Élmer desapareció, la instructora dijo “pobre” y luego, mirándome, continuó.

—Bueno, el último turno, preséntate y dinos cómo eres.

Hablé, creo que hablé bien, tanto que una semana después me llamaron para informarme que fui elegido. Han pasado tres años ya desde que entré, y ahora, entre otras responsabilidades, soy instructor en dinámicas de inducción. Por eso me sorprendió ver a Élmer en la mesa, idéntico a la imagen que yo conservaba de su facha y de su tic en la visera. Cuando le tocó su turno (eran seis chicos en pos de dos puestos de trabajo) repitió todo, como si su vida consistiera en suicidarse cada vez que competía.

miércoles, abril 23, 2025

Francisco a secas


 








Además de otros rasgos, lo que más me simpatizaba del papa recién ido era su pasión por el futbol. Lógica, por su país de origen. Como el gran Osvaldo Soriano, era hincha irreductible de San Lorenzo de Almagro, los Cuervos, y como tal sabía completas las viejas alineaciones de ese equipo. Para demostrar su fidelidad, invariable de por vida si en verdad se vive a fondo la identificación con una camiseta, hay un video en el que alguien le pide que bendiga a Boca porque va a jugar contra San Lorenzo. Sonriendo, el papa le responde: “Bendigo a los Cuervos”. O sea, antes que representante de la Iglesia católica en la tierra, era hincha de su equipo. ¿Destacar que le gustaba el fucho es frivolizar su papado? Al contrario, creo: es humanizarlo, es sacarlo del áureo trono del Vaticano para ponerlo en la vida, en la calle, en la conversación de todos los días, junto a la gente que siempre espera terrenalidad a los seres inalcanzables.

La orientación de su pontificado fue, a todas luces, la más progresista de los últimos sesenta años, tanto que no resultó nada simpático para las personas que dentro y fuera del catolicismo adoraron el papado de Juan Pablo II, de signo totalmente opuesto.

Como papa (“papa” se escribe con minúscula inicial, indica el DRAE), Bergoglio enarboló un discurso más que pertinente en esta hora del mundo. De hecho, la opción franciscana de Francisco tuvo un indudable efecto positivo entre todos los adherentes del flanco que de manera demasiado general podemos identificar con la izquierda, pero asimismo radicalizó a la derecha ya de por sí reaccionaria.

En todas partes se alzaron voces como las de Santiago Abascal en España o del tarambana Javier Milei en Argentina, voces que en más de una oportunidad mostraron la hilacha de su opción por la meritocracia, el consumo, la negación del daño al medio ambiente, el repudio a los migrantes y, en suma, el rechazo a todo lo que huela a la equidad propugnada por Bergoglio.

Hasta donde pudo desde el espacio de poder que le tocó encabezar en la última parte de su vida, el papa nacido en Buenos Aires tuvo una mirada que necesariamente chocó con la orientación actual de la política y la sociedad, marcada por el individualismo y la depredación. Las encíclicas Laudato sí’ y Fratello tutti son la evidencia más clara de su intento por avanzar en un sentido contrario a sus dos predecesores inmediatos en la Cátedra de San Pedro. No es poco si pensamos que hacer eso fue ponerse en un lado de la historia estigmatizado, visto por los medios más influyentes como temible “comunismo” sólo por enarbolar ideas de justicia.

Ya veremos qué nos depara quien suceda al principal hincha de San Lorenzo. Un continuador de su posicionamiento sería lo más deseable para el mundo, pero quizá esto es mucho pedir.

domingo, abril 20, 2025

Maricela Muñoz Ramírez


 











Maricela Muñoz Ramírez fue una hija maravillosa de Luis Rogelio y Maricela, mi hermano y mi cuñada, y una hermana adorada por Luis Rogelio. Hoy en la madrugada, Maricela, Beba, mi sobrina, partió de la vida en forma física, pero nos deja su sonrisa, su gesto siempre amable, su ejemplo de persona íntegra, sensible y solidaria. La noticia me duele, nos duele profundamente porque es lógico sentirse así ante las partidas prematuras. Tenía 37 años, trabajaba como maestra de primaria, era esposa de Miguel y sobrina y tía y amiga de muchas personas que la adoraban, que la adorábamos. ¿Por qué? Nunca lo sabremos realmente. Su cuerpo luchó en terapia intensiva, se recuperó notablemente casi nomás para despedirse con el gesto que era suyo: una sonrisa. Sé que un dolor de este tamaño no puede ser medido para calcular en quién es más profundo, a quién lastima más. El dolor ante la partida de mi sobrina es un dolor de todos los que la amamos, pero quiero pensar que de todas las personas que sufren este momento definitivo es mi hermano a quien deseo abrazar principalmente. Él ha sido siempre, durante sesenta años, mi contacto más cercano con la noción de familia, la persona con quien más he conversado de todo lo que nos atañe como hijos, hermanos, padres, amigos. Su dolor es mío, lo comparto para mitigar, siquiera ilusoriamente, el peso que lo abruma. Te amo, Luis Rogelio, y al abrazarte abrazo a tu familia y abrazo la memoria del hermoso ser humano que fue Beba, Maricela Muñoz Ramírez.

sábado, abril 19, 2025

Senectud en éxtasis


 







No es que no haya existido siempre, sólo que ahora es más visible y quizá, poco a poco, más aceptada e incluso promovida como posibilidad también viable para las mujeres: que un hombre viejo, digamos de cincuenta en adelante, tenga tratos afectivos y se exhiba con una mujer de poco más de veinte o treinta. Ahora tal sujeto es muy común y hasta tiene nombre: sugar daddy. Lo mismo pueden hacer y hacen algunas mujeres, en las que sólo cambia parte de la etiqueta: sugar mommy. Más allá de que en general este tipo de relaciones sirve para el pitorreo social al modo de las burlas perpetradas en sus shows por el payaso Brincos Dieras, la tendencia es un reflejo de los aires que soplan para la percepción social de la edad y del dinero, lo que a su vez se relaciona estrechamente con el consumo.

En el primer caso, sabemos por muchos autores que la vejez no es una etapa cómoda. Se puede llegar a ella con fortuna económica, al menos con lo mínimo para sobrevivir, pero inevitablemente supone dolor, deterioro de las facultades y un cambio de apariencia que sin duda son percibidas como vejez. Autores como Cicerón en De senectute; Goethe en El hombre de cincuenta años; Norbert Elias en La soledad de los moribundos o muy recientemente Pascal Bruckner en Un instante eterno, filosofía de la logevidad, han reflexionado sobre la vejez y cada uno a su modo destaca que, pese al declive físico, hubo un tiempo en el que asumíamos la edad y sus signos como lo que son: ocaso corporal, antesala del fin, es verdad, pero también serena madurez. El viejo era arropado, se confiaba en su sabiduría, era el testigo cohesionador del clan o la familia. La palabra “senado”, de hecho, proviene etimológicamente de senex (viejo), e indica que los mejores consejeros de la comunidad eran los viejos.

Pero en las décadas recientes algo pasó hasta con los senados, espacio al que se puede llegar, en México, a los 25 años. Todavía en la década de los cuarenta veíamos películas en las que Pedro Infante parecía de cincuenta años y contaba con menos de treinta, o Sara García, que cuando filmó los Los tres García tenía apenas 55 ya se perfilaba para emblema incuestionable del chocolate Abuelita. Para seguir con la sociedad del espectáculo que a final de cuentas es la que más gravita en cuanto a influencia para la moda, no deja de asombrar que los cantantes exitosos parecieran señoras y señores como Toña La Negra o Pedro Vargas, intérpretes que ni con una Magnum en la sien hubieran aceptado parecer jóvenes. Poco después, en los cincuenta, estalló el rock and roll, y con él la irrupción de una nueva apariencia. El joven comenzó allí a ser visible en todos lados, y pasados los años la tensión se manifestó en el miedo de los viejos a los jóvenes y el rechazo de los jóvenes a lo vetusto. El 68 en Tlatelolco dejó ver algo de eso, la chaviza contra la momiza, según la ya obsoleta nomenclatura etaria de la época.

El sistema descubrió el poder consumidor de la juventud, así que todos los nuevos ídolos del cine o la canción tenían que lucir una apariencia fresca, de ser posible inalcanzable en belleza y lozanía, como las de Nicole Kidman y Tom Cruise o Brad Pitt y Angelina Jolie, quienes hasta la fecha siguen estirando como liga para billetes un look que no delate la suma real de sus primaveras. Las dietas, los suplementos, los quirófanos, los cosméticos, la ropa, el coaching y el Photoshop son caros, pero hacen milagros: se puede dar el gatazo a los setenta, todo es cuestión de echarle ganas y meter la plata que el pellejo demande.

Esto coge de la mano al tema del consumo, hoy diversificado no en miles de rincones, sino en todo. No hay nada que no se venda, nada, hasta la basura tiene precio para efectos de reciclaje. El aire es gratis, dijo alguien, y otro le respondió que ni eso. Si uno quiere escapar del aire contaminado en barrios sin drenaje público, cercano a industrias, lleno de vehículos propagadores de monóxido y terrenos baldíos transformados en basurales, tiene que gastar. Nada es gratis, menos una casa en el country con lago a la puerta.

El mercado para prolongar la anhelada juventud es pues ubicuo y voraz. Hombres y mujeres, desde los trece años hasta los setenta —segundos más, segundos menos— se entregan a su perfeccionamiento si son jóvenes o a la prolongación de su juventud si son más grandes. En el trance hay un permanente consumo de ropa, cosméticos y etcétera, lo que incluye la visita a los gyms, espacios que evidencian el apetito generalizado no tanto para hacer deporte, sino para mejorar la carrocería que los otros puedan percibir, al menos remotamente, como juventud.

Dado que la juventud abrió su ancho de banda y ahora abarca a tipos y tipas que levantan bien la guardia ante los puñetazos del tiempo, ¿qué tan lejos estaba esto de la posibilidad de que un cincuentón se agenciara un pimpolluelo de treinta o menos de treinta? En el caso de los sugars, se convirtió incluso en otro rasgo de juventud: patrocinar a alguien de mucho menor edad refuerza la sensación de que el tiempo ha sido burlado. En el otro extremo, el o la joven que aceptan el trato pueden llegar a enamorarse, pero lo habitual, creo, es aceptar que en el vínculo media un interés de orden económico: se hace el (físicamente inofensivo) sacrificio afectivo, por no decir sexual, y del sponsor se obtiene todo aquello que luego puede lucir muy bien en Instagram.

Ser viejo, sin embargo, es irremediable. Algún día se acabarán los trucos de la ciencia y de la moda, una enfermedad postrará a los aguerridos gladiadores de la cuarta edad, se modificará el objetivo de la entrada a los quirófanos, se renunciará a los tintes y se esperará la apariencia de vejez que si bien fue ralentizada, aterrizará por fin en el castigado cuerpo del exchavorruco. Cuando esto ocurra se hará presente otro mercado: el de las farmacias, los notarios, las funerarias y las florerías. Nada es gratis; ni morir.

miércoles, abril 16, 2025

Cocina de Vargas Llosa










Mario Vargas Llosa fue un escritor todoterreno. O casi, pues de los géneros disponibles para la escritura sólo marginó la poesía. Se le conoce y respeta (con algo aproximado a la unanimidad) sobre todo como novelista, pero muchos libros dejó fraguados en los moldes del ensayo, el periodismo, el teatro, uno de cuento y uno de memorias. Todo hace una suma aterradora de títulos que podrían definirse con uno de ellos, como bien me lo comentó Gerardo García: La tentación de lo imposible.

Y sí, parece imposible que en una vida, aunque haya durado 89 años, quepan tantos libros, la mayoría de innegable mérito. Ahora, tras su muerte, son legítimos todos los elogios, las críticas en contra principalmente por sus posiciones políticas y aún los ninguneos basados en extrañas nociones de calidad y perduración literarias; el caso es que el peruano no pasó inadvertido como escritor y hombre público, y para muchos, entre los que me cuento, su obra seguirá siendo atractiva como lo es hoy la de los clásicos. Eso sí, creo que no pasará mucho tiempo para que el personaje que opinaba sobre la coyuntura sociopolítica y alentaba a lo peor de la derecha mundial se diluya en la Nada que merece y sólo conservemos su tremenda obra literaria.

Entre los libros que dejó hay, dije ya, ensayos, algunos amplios como los que dedicó a García Márquez, Flaubert, Arguedas o Hugo. ¿En qué momento pudo escribir eso, qué hizo para fraguar aquellas indagaciones que parecen no dejar tiempo para nada más? En varias entrevistas y por sus propias confesiones sabemos que desde muy joven decidió organizar su vida milimétricamente, con el rigor de Cristiano Ronaldo, para escribir. Apenas llegó el primer éxito editorial (a sus 26 años, con La ciudad y los perros), renunció a los “trabajos alimenticios” y apostó todas sus fichas al encierro literario. En sus temporadas creativas se aisló cuanto pudo y se impuso horarios inflexibles, de manera que los distractores de la escritura no cercenaran la continuidad de su trabajo.

Pocos ejemplos hay que puedan equipararse a su disciplina de escritor. Desde muy joven observaba la realidad, tomaba notas, leía mucho y escribía como si de eso dependiera, porque así era, su vida, una vida que recién concluyó el domingo pasado pero seguirá viva en cinco, diez, quince libros asombrosos entre los muchísimos que urdió.

sábado, abril 12, 2025

Biblioteca mínima: un librito total

 













Hace unos días —a propósito del libro Astillas de hueso de la escritora chilena Gabriela Aguilera— observé que el rasgo de la unidad temática y estilística es un mérito destacable en la composición de libros con microtextos. De hecho, la unidad es un rasgo bienvenido en casi cualquier obra, esto para que el resultado final no parezca un amasijo de retazos sin concierto. En los libros con piezas breves es, creo, imprescindible que esto ocurra; si no, la impresión general que el lector puede llevarse es la de haber atravesado un libro disperso y por lo tanto inasible. No es el caso, ni de lejos, de Biblioteca mínima (Secretaría de Cultura, 2019, Ciudad de México, 79 pp.), de Alejandro Arteaga.

El autor nació en la Ciudad de México en 1977; estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2006-2008). Con Sick & McFarland, Una novela pretenciosa (Universidad Veracruzana, 2016), escrita en coautoría con Alfonso Nava, ganó en 2016 el décimo Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo, y con Anfiteatro obtuvo el Premio Nacional de Novela Ignacio Manuel Altamirano 2018.

Me la juego ante el peligro de parecer excesivo, pero Biblioteca mínima es un libro perfecto en su ideación y sobre todo en su ejecución. Tal vez lo haya, pero no recuerdo haber tenido en las manos un volumen similar. Se trata de una colección de textos escritos en clave de “contraportada” de libro (en la jerga editorial no se le llama así, “contraportada”, sino “cuarta de forros”). Son, claro, textos sobre libros ficticios, aunque tan verosímiles que uno desearía su posesión. Pero Biblioteca mínima no se queda allí, pues suma al costado de cada texto la portada también imaginaria de cada libro.

Tal es la idea general, un dechado de originalidad y de ironía ahora que ya todo parece haber sido inventado. Si esto es suficiente para apreciar su valor, es indispensable pensar ahora en la ejecución, irregateablemente perfecta. El tono de los textos es el que los lectores asiduos han (hemos) visto en la espalda de innumerables libros, y el diseño de las portadas, para añadir un toque de exactitud, se ciñe al estilo de ediciones reconocibles en nuestro mercado. Al final daré tres ejemplos para que se vea mejor lo que aquí destaco.

Es importante señalar que Biblioteca mínima es sobre todo un libro para lectores. Esto significa que su contenido sólo puede ser cabalmente apreciado por quienes tienen de antemano un conocimiento del libro como objeto en el que convergen algunas características recurrentes. El juego cuaja entonces cuando el lector avisado reconoce en estas páginas lo que sin duda ha visto en libros reales. Las cuartas de forros trabajadas por Arteaga recrean el tono de las que existen en la realidad como libros ya puestos a la venta con retractilado y todo, de manera que cada una resume con precisión el contenido de los libros nonatos. Asumir el tono de escritor de “cuartas” es un aprendizaje sin escuela ni teoría, así que se aprende leyéndolas, y Arteaga puso en papel su formación ante un género, por llamarlo así, sobre el que seguramente no hay mucho, o nada, escrito en términos de manual.

Uno de los escritores/editores que más cerca se arriman a la teoría de la cuarta de forros —aunque él la llame allí “solapa”— es Roberto Calasso en el libro Cien cartas a un desconocido, que reúne igual número de textos de su pluma para libros reales editados por él. En el mismo arranque del prólogo titulado “Solapa de solapas”, en obvio homenaje al “Prólogo de prólogos” de Borges, el italiano afirma: “La solapa es una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía quien escriba su teoría y su historia. Para el editor ofrece con frecuencia la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que lo han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector, es un texto que se lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulenta. Sin embargo la solapa pertenece al libro, a su fisonomía, como el color y la imagen de la portada, como la tipografía con la que se ha impreso. Una cultura literaria se reconoce también por el aspecto de sus libros”. Dice más, pero con esto es por ahora suficiente para saber que un editor experto como Calasso sabe el lugar que ocupa en el mundo la forma de escritura casi invisible que es la cuarta de forros.

En noviembre de 2018 intuí algo similar en una columna publicada en este espacio. Su título es “Elogio del cuartaforrista”, en cuyo segundo párrafo afirmo lo siguiente (con perdón por la autocita): “Aunque no lo creamos, tal jale supone cierto grado de especialización. Esto significa que no cualquiera que se sienta buen escritor tiene en automático las aptitudes para escribir contratapas eficaces. Quien se anime a abrazar el oficio, creo, debe tener buena prosa, capacidad de síntesis, poder de convencimiento y, lo más importante, malicia para elogiar sin parecer lambiscón, pues es obvio que estos textos deben ponerse al servicio del libro, pero es recomendable, por obvio buen gusto, que no se excedan en azucarados elogios o lluvias de confeti”.

Con ese género, por llamarlo de algún modo, Arteaga urde un libro a un tiempo inteligente y divertido, lleno de malicias. Las cuartas deben alentar la lectura del libro, deben antojar al potencial visitante de las páginas. Asimismo, deben ser cuidadosas en la calibración de los piropos, caminar casi untados a la línea que separa la recomendación sobria de la servil y por ello sospechosa. Suma a este acierto otros guiños lúdicos: la cuarta de forros de Biblioteca mínima es a su vez una de las cuartas de forros incluidas en la lista, lo que convierte al libro en libro real e imaginario al mismo tiempo, o la cuarta sobre el libro Vía de muerte, de Douglas McFarland, autor imaginario que ya había firmado otro libro imaginario de Arteaga. Para añadir ingredientes al desconcierto, entre los autores hay algunos que parecen reales (Daniel Sada, Juan Rulfo) mezclados con otros parcialmente reales por el apellido (Paz, Benesdra), y una cuarta aparece firmada al final con la sigla “JLB” y escrita con el estilo de JLB. Es, en suma, un libro armado como figura de Escher, espeso de entradas y salidas entre la fantasía y la realidad.

El pastiche de los textos escritos en el más acabado estilo de las cuartas es complementado por las imágenes aledañas de cada portada. Basta un poco de cercanía al mundo del libro para reconocer que también en este punto se ha tenido tremendo ojo para ofrecer al lector una atractiva galería de portadas que emulan sellos y colecciones de gran circulación. Es tan bueno el trabajo de recreación que da para presentarlo a color, recurso que fortalecería la eficacia del gesto.

Ganador del Premio Bellas Artes de Minificción Edmundo Valadés 2019, Biblioteca mínima anexa este párrafo del dictamen: “El jurado integrado por Ana Clavel, Paola Tinoco y Edson Lechuga decidió por unanimidad otorgar este premio ‘debido a su originalidad y conciencia del ejercicio literario. La cuarta de forros como género de minificción y parodia de posibilidades autorreferenciales sobre obras apócrifas inventadas; el uso del humor al servicio del pensamiento crítico y un profundo espíritu lúdico’”.

Reitero que me la juego ante el peligro de parecer excesivo, pero este librito es, de nacimiento, parte de lo mejor que se ha publicado en el género de la minficción en América Latina. Estoy seguro de que, entre otros, Arreola, Monterroso y Borges lo hubieran adoptado como digno heredero de sus libros, y aún lo envidiarían con la frase que me asaltó durante su lectura: cómo no se me ocurrió primero a mí.

Comparto tres piezas de las 33 que contiene. En la primera quiero destacar el obsesivo amor por la “y” de la onomástica cubana en el nombre de la autora y del personaje femenino, además de la referencia casi ineludible a Martí. De la segunda, el apunte habitual a la generación en la que ha sido adscrito el autor, y, en la tercera, los nombres europeos del inventor y del robot. Las portadas son pastiches de libros de Casa de las Américas, Tusquets y Minotauro que aquí también reproduzco así sea con deficiencia técnica de mi parte.

Ovnis sobre La Habana

Yanisleydi Paz













Una madrugada de 1960, mientras vuelven a casa por la orilla del malecón de La Habana, una pareja de pioneros —Yanelis Maceo y Malvito Sánchez— avista un ovni sobre el fuerte del Morro. Armado de un juego de luces sorprendente, el aparato sobrevuela el muelle y más tarde se pierde en la línea del océano. Según Malvito, se trata de un artefacto espía del Pentágono o, en el mejor de los casos, de una nave aliada del Kremlin. Según Yanelis, no es otra cosa más que la prueba fehaciente de vida más allá de los confines de la galaxia. A partir de entonces una serie de hechos fantásticos acompañarán los fugaces encuentros de los alegres adolescentes, inmiscuidos como nadie en la campaña de alfabetización emprendida a lo largo y ancho de la isla. Años más tarde, el 20 de julio de 1969, mientras la misión del Apolo 11 aluniza, luego del enésimo reencuentro en la plaza de la Revolución con un auténtico aparato venido de las Pléyades, los dos jóvenes universitarios, sobrexcitados, se trabarán en una larga discusión política y fantasiosa en la cual pondrán en tela de juicio sus más arraigados principios, refrendarán los más entre lágrimas revolucionarias y harán suyos —y para lo que venga— unos versos de José Martí: “y te busqué por pueblos / y te busqué en las nubes, / y para hallar tu alma / muchos lirios abrí, lirios azules”.

 

Sonríele a la sombra

Néstor Fedra













Tres hermanos crecen al amparo del humilde trabajo de sus padres y condicionados por los vaivenes trágicos de la economía de su país, como si en su suerte y en sus días hallara reflejo una nación entera. Esas sacudidas reiteradas los llevarán de una leve bonanza y una vida despreocupada en provincia a sufrir, como tantos, la migración impuesta y constante, la novedad del impedimento y el abandono sistemático de su arraigo, armados, a pesar de todo, por una idea que antaño siempre sostuvo a los suyos: la consigna irredenta de no abandonar su motivo a pesar de los pesares.

El galardonado poeta Néstor Fedra, cabeza visible de la mal llamada Generación Póstuma, y dueño de una prosa que invade los terrenos de lo poético, nos ofrece en esta primera novela una taimada historia de formación donde asoma ya la estética y las preocupaciones de una camada de jóvenes desesperados: la nueva vanguardia de la narrativa latinoamericana. Ni más ni menos.

 

Rossum el robot

J. C. Anakyn













El pensionado y solitario Isak Lindström alimenta su taller de juguetes e invenciones electrónicas con los desechos que halla en un tiradero de chatarra en las afueras de su pequeña ciudad. Una tarde de suerte encuentra lo que tal vez se trate del abandonado proyecto de un estudiante de ciencias: Rossum, el prototipo de un robot parlante.

Entusiasmado por la remota posibilidad de que el armatoste aún funcione, el anciano se dedica a repararlo dilatadamente hasta hacerlo hablar de nuevo. El prototipo es capaz de reconocer la media filiación de sus interlocutores y de establecer un sencillo intercambio de avisos, esa interacción ayuda a que su lenguaje y sus funciones se tornen cada vez más complejos.

A pesar del afecto que en poco tiempo le merece el humanoide, con quien pasa maratónicas jornadas de conversación sin par, Lindström descubre la peligrosa y estremecedora razón por la que se han desecho de él.

miércoles, abril 09, 2025

Rasgo de la genialidad

 









Mucho se puede decir sobre el genio y sus obras. Por supuesto, lo primero que podemos hacer para sospechar o confirmar la genialidad está en los productos consumados: una sinfonía de Beethoven, un cuadro de Velázquez o un libro de Víctor Hugo evidencian casi sin dificultad analítica que sus creadores estaban varios peldaños adelante del común de los mortales, son obras de calidad palmaria e incuestionable.

Tengo para mí, sin embargo, que hay un momento inmejorable de la creación genial que por lo común no vemos. Esto se debe simplemente a que se da en privado, en la intimidad de su hechura. Explico. Cuando somos testigos de la Novena, Las Meninas o Los Miserables lo que oímos o vemos son las obras consumadas. No estuvimos ahí cuando fueron ejecutadas, de modo que no podemos apreciar el grado de esfuerzo que demandaron sus composiciones. Es posible imaginar que Beethoven, Velázquez y Víctor Hugo imprimieron un gran esfuerzo, pero también que su genio ínsito (esta palabra quiere decir connatural, nato) operó con pasmosa fluidez para llegar a un resultado difícil de superar por cualquier otro artista. Suponemos talento superior, pero no vemos qué tanto trabajo implicó, qué desgaste produjo a sus hacedores.

Para demostrar lo que deseo mostrar es necesario buscar un arte que permita ver el producto artístico mientras es creado. De casualidad llegué a intuir esta noción, así que es una lástima no tener un video de Quevedo al momento de escribir un soneto u otro de Miguel Ángel a la hora de esculpir una figura humana. Para ver al artista en pleno proceso creativo es viable recurrir a grabaciones musicales de nuestra época. Esto me pasó. Busqué una pieza de Pavarotti en un escenario de los muchos que pisó y otra vez me dio la impresión de que su arte tocaba lo más alto de la perfección mientras a él no se le notaba mayor esfuerzo, como si su grandeza no costara ningún trabajo. Luego, no recuerdo por qué, pasé al quizá más famoso video de Paco de Lucía, aquel en el que toca la pieza “Entre dos aguas”. E igual: pasa por las cuerdas de su guitarra flamenca con una actitud casi hierática, como quien inconmovible se sienta frente al mar.

Al ser ejecutada en público, la música permite apreciar la presencia de la genialidad y uno de sus rasgos más salientes: la difícil sencillez de su ejecución —así sea sólo aparente— de quien puede con lo imposible sin despeinarse.

sábado, abril 05, 2025

Mátenlos en caliente

 











El video fue un hitazo en estos días. No podía ser de otra manera: una ruquita con gruesos cristales de aumento en sus lentes, holgado vestido en dos matices de rosa Tamayo, tenis y una bufanda larga, negra y extraña en el atuendo, llega a una casa, desenfunda una fusca con mejor estilo que cualquiera de los hermanos Almada y dispara a dos sujetos que le reclaman algo. Luego de tirar bala hay un sanquintín, alguien la despoja de la pistola, la zarandea mientras quien graba el video grita desesperada y acaso justificadamente “¡hijos de su puta madre!”. En resumen, una escena de la vida real idónea para el morbo, la risa y el asombro de las redes sociales siempre ansiosas de enganchar con materiales fílmicos que rompan la modorra.

La proliferación de cámaras ha hecho posible que la recolección de escenas sea innumerable. Antes, desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, ya pasaba todo, pero no había cámaras a disposición para registrar lo bueno, lo malo y lo feo de la vida cotidiana. Hoy casi no hay rincón del panal humano sin alguna herramienta disponible para la filmación, sea fija o móvil, como la cámara de los celulares. Esto ha permitido documentar, para bien, muchas situaciones encantadoras, como los primeros pasos de cualquier bebé, pero también lo ingrato y hasta lo horripilante.

Recuerdo que un amigo cercano tenía un interés siempre alerta por conocer al dedillo los usos y costumbres del narco en nuestro país. Compraba, por ejemplo, todos los llamados fast books sobre la delincuencia organizada, desde biografías de los capos más ilustres hasta reportajes sobre el esplendor y la caída de tal o cual cártel. Sumaba, claro, a la lectura bibliográfica la hemerográfica, así que nuestra conversación amerdizaba (este neologismo significa aterrizar en la mierda) con frecuencia en las novedades del hampa vernácula.

Nunca he tenido atracción por el mundo del narcotráfico como tema de interés. La razón de la negativa en mi caso es tan oscura como oscura es esa realidad. Con mi amigo, sin embargo, accedí a enterarme porque me ahorraba dinero y tiempo, ya que él lograba resumir en la conversación todo lo que leía a diario. Pero lo que no pude aceptar fue la invitación a que viera cómo decapitaban a un sujeto. Un día me dijo que le había llegado un video con esa secuencia, lo que en cierta época, creo, circuló mucho en internet. Sentí que aquello era una monstruosidad, la penosa comprobación de que el ser humano regresaba al estado salvaje que supuestamente la civilización había dejado atrás hacía muchos siglos. Y nunca vi eso, aquella prueba fehaciente del uso de las cámaras para satisfacer no sé cuáles viscosos apetitos del alma humana.

El video de la viejita tiene algo raro, pero es evidente que complació a la audiencia y dejó apreciar, una vez más, un costado espantoso de la sociedad actual. Documenta dos homocidios, es verdad, pero como no hay estallidos cinematográficos de sangre en close up, los asesinados reaccionan como tipos que se caen luego de recibir los invisibles plomazos. Las balas son muy pequeñas y no se ven, y ya sabemos que lo que mata no es en sí la bala, sino la velocidad. No vemos pues las muertes como en una película, pero sabemos que son muertes reales y que la señora, pese a ser una heroína de la tercera edad, pasará a vivir en la cárcel los años que le conceda nuestro padre Dios.

Pese a saber que son muertes reales, lo que asombra es el regocijo provocado por el video. Algo, un resorte quizá no tan oculto en el cuerpo de la sociedad, salta de gusto con videos en los que se exhibe que alguien propinó su merecido a alguien. No es necesario esperar nada, ni la más elemental reconstrucción pericial de los hechos: el veredicto inmediato establece que, si la viejita fue armada a una casa de su propiedad ocupada por gandallas, justo es que haya hecho uso de su cuete, pues para eso lo cargó (en todos sentidos del verbo “cargar”). No fue menester que procediera legalmente, pues el legal es un rollo lento y penoso, así que mejor es que haya hecho justicia con su propio plomo, de modo expedito, al chile.

Los boquetes del estado de derecho, lamentablemente, se llenan con lo que Boaventura de Sousa Santos llama “fascismo social”. Tiene varias modalidades, y una de ellas es la que introyecta en la colectividad el punitivismo en todas sus modalidades como recurso válido para dirimir querellas chicas o grandes. Es por esta razón, no sé si lo hemos notado, que se activa en nosotros una especie de placer cuando en un video vemos que le dan su merecido a un malhechor, cuando lo linchan y termina pagando su culpa sin la pendejada de un proceso judicial mediante.

La abuelita sicaria fue el hit de la semana. Una prueba más, por si faltaran, de que la justica en caliente y la muerte real en video son hoy muy taquilleras.

miércoles, abril 02, 2025

Trato de borrador

 










Hay escritores que escriben apenas amanece, otros prefieren trabajar de noche y algunos incluso de madrugada; hay escritores que aman los reflectores, otros prefieren vivir ocultos; hay escritores que beben para poder trabajar, otros lo evitan; hay escritores que escriben primero a mano, hay otros que van directo a la computadora. Cada cual sus gustos, cada cual sus métodos y sus manías. En cuanto a lo publicado, hay escritores que releen y corrigen, y hay otros que prefieren olvidarse por completo de volver a las páginas ya puestas en circulación. Hay, en suma, de todo.

Sabemos que José Emilio Pacheco fue de los obsesivos. Cada vez que se presentaba la oportunidad de reeditar alguno de sus libros, metía mano al contenido, pulía y repulía como si los textos fueran un borrador y no un producto definitivo. Más allá de que no simpaticemos con su política, es un hecho que en el fondo le asistía la razón: toda obra literaria publicada supone una renuncia al menos provisional, la del autor que en algún momento del trance creativo dice “hasta aquí” porque no tiene otro remedio, no porque de veras sienta que ha concluido tal o cual obra.

Esta es la razón por la que Alfonso Reyes, se dice, afirmó que publicaba para no pasarse la vida corrigiendo, o en otras artes, da igual, Leonardo al comentar que las obras no se terminan, sólo se abandonan. Si son ciertas esas afirmaciones, no se equivocaron, de ahí que por más terminada que parezca, la obra es susceptible de una eterna mejoría, lo que de paso supone la posibilidad de no mejorarla e incluso estropearla en el camino de los cambios.

En uno de sus incontables artículos, Pacheco dice que Jaime García Terrés opinó sobre una muestra con poemas de varios autores. Allí, al opinar sobre José Emilio Pacheco, el crítico señala: “cuando se poseen capacidades, como es el caso, es necesario no dejarse llevar por la facilidad, convertirse en el amo, y no el esclavo de la materia verbal”. Pacheco concluye: “Interioricé la advertencia y cada vez que se me presenta la oportunidad reviso ‘Árbol entre dos muros’ [su poema] y le doy trato de borrador aunque ya esté en varios libros”.

Dar “trato de borrador”, dijo, y vuelvo al inicio: unos creen que esto no es recomendable, pues multiplica las versiones publicadas. Otros no: quisieran corregir hasta que la vida, y no la obra, llegue a su punto final.

sábado, marzo 29, 2025

Microficciones de Gabriela Aguilera

 












Libro con apretada unidad de forma y contenido, Astillas de hueso (Ediciones Sherezade, Santiago de Chile, 2013, 98 pp.), de la escritora chilena Gabriela Aguilera, es una densa incursión narrativa por el horror de la represión y la tortura. Las sesenta microficciones que lo componen han sido escritas para mostrar los dos costados de una misma realidad: por un lado, la resistencia, el apego a los ideales, el esfuerzo por mantener la dignidad en los escenarios más oscuros, y, por el otro, la pesadez de los actos infligidos por sujetos endemoniados y de mano diestra y tajante en la práctica de la aniquilación.

Gabriela Aguilera ha publicado, entre otros, Doce guijarros (cuentos, 1976); Asuntos privados (cuentos, 2006); Con pulseras en los tobillos (microcuentos, 2007); En la garganta (cuentos, 2008); Fragmentos de espejos (microcuentos, 2011); Saint Michel (micronovela, 2012); Guerreros de Dios (micronovela, 2016); En una maleta (nanonovela, 2018); Los árboles hablan en Salem (nanonovela, 2020); El Clan del Guanaco (novela, 2022). Sus textos han aparecido en diversas antologías digitales y en soporte de papel en Chile, España, Argentina, Croacia, Perú, Estados Unidos, Francia, Venezuela, México, Alemania, Italia, Bulgaria y Grecia. Desde su fundación, es miembro del Colectivo Señoritas Imposibles (escritoras chilenas de narrativa negra) y de REM (Red de Escritoras Microficcionistas). Es una de las creadoras del proyecto literario de microficción “¡Basta! (contra la violencia de género)”. Es Co-ejecutora del proyecto “Otras vidas”, que releva la historia de la transgeneridad en Chile. Obtuvo la Beca a la Creación Literaria en 2009, 2016, 2018 y 2021, y participa en la corporación Letras de Chile.

Ejecuciones, torturas, persecución, ajusticiamiento desde las perspectivas de las víctimas y los victimarios políticos. Puede ser que a un lector no avisado se le escapen las alusiones a hechos, a lugares y personajes concretos, pero estas precisiones no son necesarias, si fuera el caso. Lo que al lector queda no necesariamente es la certeza de que Chile padeció el espanto del terrorismo de Estado, sino el hecho cierto de que la brutalidad acecha al que reclama, al que lucha, al que critica, esto en cualquier momento y en cualquier lugar, como también lo hemos visto tantas veces en México.

Uno de los aciertos que me agrada encontrar en los libros de narrativa breve y brevísima, como la contenida en Astillas de huesos, es el propósito de unidad. Por supuesto no es imprescindible, pues un libro con este tipo de piezas puede no ser concebido ni ejecutado como suele pasar con la novela, que ase y despliega un tema y a él se ciñe así sea de manera sinuosa. Los libros de cuento convencional o microficción a veces se articulan mediante procesos que atraviesan diferentes estados de ánimo en el autor, lo que torna miscelánea la complexión de un libro en términos de estilo, tono y, sobre todo, tema. Por otro lado, cuando los libros de esta índole son concebidos como una apretada unidad, añaden un valor que algunos lectores destacamos y agradecemos, pues lo inteligimos como corpus asequible de un vistazo.

En Astillas de hueso, Gabriela Aguilera agrupa microhistorias que procuran, como señalé renglones antes, acercarnos a todas las facetas de la vida social, económica y política en países como Chile, aunque podrían valer a cualquier otra realidad en la que se hayan pisoteado los derechos civiles y donde se hayan enseñoreado los usos y costumbres del poder más aberrante. En páginas con gran fuerza alusiva, sin necesidad de explicar mucho, asistimos a todas las calamidades que uno pueda imaginar cuando se fractura todo, comenzando por las garantías más elementales del ciudadano. Secuestros, torturas, masacres, mentiras, imposturas, saqueo, traiciones, robo, desaparición, campean en las breves historias del libro, un recordatorio de que la barbarie ha puesto muchas veces en marcha su engranaje, un engranaje que cuando es detenidos no deja de mantener latente su renovado y atroz funcionamiento, como sucedió en Chile con el gobierno de Piñera, en Brasil con el triunfo de Bolsonaro y hoy en la Argentina con el mendaz, cruel y disparatado estafador Milei, quien ya pinta para terminar su desgobierno en el desastre.

Comparto tres piezas de este libro entrañable con la seguridad de que resumen bien lo que ya dije: su unidad en todo sentido y algo que aquí añado: su calidad humana, un rasgo que sin renunciar al arte aspira a ser algo más que eso, arte. Destaco solamente que varias de las historias (como la primera que cito sobre el descubrimiento de una fosa clandestina en Pisagua o la de los kaibiles) aluden a hechos reales, y otras tienen un trazo más abstracto y abarcador, como la segunda micro que aquí comparto.

Los ensacados

Con Pisagua dolorosamente en la memoria

Así los encontraron, diecisiete años después, en un pueblo costero del norte. Los habían metido en sacos, luego de vendarles los ojos y dispararles de frente y de espaldas. Los ejecutores ni siquiera les dieron la oportunidad de quedar mirando el mar y los arrojaron en la fosa de dos metros de profundidad. Permanecieron sumergidos en la oscuridad y la sal. Pero los muertos que no son olvidados insisten en aparecer. Cuando salieron a la luz, el grito que permaneciera coagulado en sus bocas después de la última ráfaga, se escuchó en todo el país acribillado.

Historia de los castigos

Cuando nos reunimos conformamos un libro. Sí, porque en nuestros cuerpos está escrito lo que sucedió y cada uno es una página. Hay marcas, escrituras que podemos ver y otras que no. Sin embargo, podemos leernos.

Faltan páginas en este libro de nuestra historia. Unas volaron con el viento, otras fueron lanzadas al mar. Muchas fueron despedazadas, quemadas, borradas. Acaso alguna estará en un basural del desierto, intacta.

Buscamos, aún, las páginas faltantes de este libro nacional.

Kaibiles I

Tienen la fuerza y la astucia de dos tigres. Eso significa su nombre. Nacen con la marca. El gobierno los busca entre la población, los identifica, los recluta y los entrena. Así pasan a formar parte de los grupos de élite que rastrillan los poblados cazando a otros hombres. Los cubre un manto de silencio y complicidad. Sus pies abren la espesura, marcando un camino entre las cañas y las lianas de la selva húmeda. Sus ojos son centellas bajo el sombrero alón y el sudor cae en gotas por sus pieles broncíneas. Son pequeñas bestias que matan a machete. La guerra civil los reviste de legitimidad. El rumor de sus andanzas queda pesando en las aldeas. La gente les teme más a ellos que a los tigres de verdad.

miércoles, marzo 26, 2025

Complejidad de los personajes










Una de las virtudes de la buena literatura, y por extensión de todo buen producto narrativo incluso audiovisual, es la de trabajar con las pasiones humanas sin incurrir en maniqueísmos. En la medida de lo posible, y lo posible en este caso siempre es muy posible, los personajes deben estar atravesados, como en la vida real, por sentimientos contradictorios, confusos. Habrá personas que en la realidad ocupan los extremos del bien o el mal, pero son raras. Lo común es que la mayoría se mueva —nos movamos— en escalas donde se torna ambigua nuestra condición: hoy podemos ser cobardes, pero luego tener un rapto de valentía; hoy podemos ser generosos, mañana mezquinos.

Recién el sábado compartí a mis alumnos los datos generales del libro Aforismos, de Tolstoi. Lo tradujo del ruso y lo prologó Selma Ancira, y fue allí donde apareció la oportunidad para recodar que ella es hija de Carlos Ancira, actor que seguramente conocían sólo los participantes de mayor edad en el grupo. Y así fue. Añadí que fue un tremendo actor, y de golpe me llegó el recuerdo de Los salvajes, película mexicana del 58 dirigida por Rafael Baledón. Les dije que la vieran, pues en ella era muy visible que casi ningún personaje es unidimensional.

La sinopsis no es necesaria, pues la cinta está disponible gratis y con buena calidad en YouTube. Baste señalar que es obvia la dureza y el maltrato dispensado por Pedro Matías (Pedro Armendáriz) a todos los que lo rodean. Doña Ana (Anita Blanch), la madre, es una mujer seca, amargada, devota y cruel a la hora de ver por los intereses de su familia. Jaime (Carlos Baena), hermano de Pedro, es alegre, tiene mejor actitud, pero es fácil víctima de sus impulsos hedonistas. Yadira (María Esquivel), esposa forzada de Pedro, es dulce, ingenua, pero en el infierno de insatisfacción donde vive no es difícil que sucumba a la tentación carnal con el mismísimo hermano de su esposo. Pepeto (Carlos Ancira) tiene retraso y no es consciente de lo que hace, pero sea como sea soborna a una criada para que le conceda sus favores.

No hay en el reparto de roles ni un solo personaje al que no podamos comprender en su caída. Centremos la mirada en Yadira: es verdad que ella engaña, que busca el encuentro con Jaime, es decir, que falla, pero no es menos verdad que había quedado sin opciones luego de que su padre pone precio a su destino casándola con un sujeto rico y bestial. En el arte, los personajes deben ser complejos, ambiguos, no héroes ni villanos a secas.